Para escribir hay que leer

Andaba curioseando libros ya leídos y encontré que en este había resaltado bastante. 

Por ejemplo, en el Capítulo III, había seleccionado tooooodaaaaaas estas líneas que a continuación transcribo:

(...) Maquinalmente tomé un libro que allí había y me fui con él. Una vez en clase, y cuando el silencio se restableció, me puse a leerlo. Era una traducción española de Los tres mosqueteros, de Dumas. Decir la impresión causada en mi espíritu por aquel mundo de aventuras, amores, estocadas, amistades sagradas, brillo y juventud, mundo desconocido para mí; decir la emoción palpitante con que seguía al hidalgo gascón desde su llegada a París hasta la noche sombría del juicio, el odio al cardenal, mi júbilo por los fracasos de éste, mi ilusión maravillosa, es hoy superior a mis fuerzas. 

Toda esa noche, con un cabo de vela, encendido a hurtadillas, me la pasé leyendo. Al día siguiente no fui a los recreos, no salí de mi cuarto, y cuando al caer la tarde concluí el libro sólo me alentaba la esperanza de la continuación.  

Escribí a mi madre, vinieron los Veinte años después, El vizconde de Bragelonne, que me costó lágrimas a raudales, un Luis XIV y su siglo, también de Dumas, crónica hecha sobre las memorias del tiempo —cuyo único defecto era a mis ojos no ver figurar en ella a D'Artagnan, principal personaje de la época, en mi concepto— y multitud de novelas españolas, cuidadosamente recortadas en folletines, unidos por alfileres, y algunos de cuyos títulos me acuerdo todavía, aunque después no los haya vuelto a ver. El espía del Gran Mundo, novela francesa, en la cual hay una especia de Calibán, pero bueno y fiel, que chupa en una herida el veneno de una víbora; La gran artista y la gran señora, que después he sabido fue por un año la "coqueluche" de las damas de Buenos Aires. La verdad de un epitafio, donde el héroe roba de un sepulcro a su amada, aletargada como Julieta, y le abre la mejilla de un feroz tajo para desfigurarla a los ojos de sus enemigos; El clavo, un individuo a quien le perforan el cráneo, durante el sueño, con un clavo invisible a la autopsia, pero que algunos años después aparece gravemente incrustado en su calavera, sobre la que un romántico medita en un cementerio, como Hamlet con el cráneo del "poor Yorick"; los Monjes de las Alpujarras y Men Rodrigo de Sanabria, dos de los mejores, tal vez los únicos romances realmente históricos de Fernández y González, con una brutalidad de acción propia de la época; el Hijo del Diablo, cuya primera parte me enloqueció, haciéndome soñar un mes entero con mantos encarnados, caballos galopando bajo la noche y el trueno, viejos alquimistas calvos y sombríos, etc.; Dos cadáveres, un salvaje romance de Soulié, que pasa en Inglaterra, bajo el efímero protectorado de Ricardo Cromwell, y cuyos dos personajes principales son los cuerpos de Carlos I y de Oliverio Cromwell, con sus féretros respectivos, sobre los que pasan cosas inauditas, etc., etc. Uno de los recuerdos más vigorosos que he conservado es la impresión causada por los Misterios del Castillo de Udolfo, de Ana Radcliffe, que cayó en mis manos en una detestable edición española, en tres tomos, con x en vez de j, y j en vez de i. (...)

Por medio de canjes y "razzias" en mis salidas de los domingos, mas o menos autorizadas por los parientes que tenían bibliotecas, todo Dumas pasó, Fernández y Gonzáles (¡un saludo al Cocinero de su Majestad, que cruza mi memoria!), Pérez Escrich, que había ya ofendido el sentido común y el arte con unos veinte tomos, y una infinidad de novelas que no recuerdo ya. Un día supe que un compañero tenía La Hermana Gabriela, de Marquet. Me precipité a pedírsela, reclamando derechos de reciprocidad (...)


Y del Capítulo XXIII, había seleccionado el comienzo (que a la luz de lo que precede parece más que lógico, ¿verdad?)  

Fue un día bullicioso aquel en que se nos anunció que en breve empezaría a funcionar la clase de literatura regida por el señor Gigena. Teníamos hambre de lanzarnos en esa vía del arte; las novelas nos habían preparado el espíritu para esa tarea y nos parecía imposible que al año de curso no nos encontráramos en estado de escribir a nuestra vez un buen romance, con muchos amores, estocadas, sombras, luchas, escenas todas de descomunal efecto. 

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